martes, octubre 28, 2008

El Gafapasta muerto (Capitulo 1)

Madrid en otoño huele a mandarina y tiene el sonido de las hojas que se arrastran por el suelo.

En invierno, Madrid tiene menos bocinazos atronando en la calle, porque a nadie le importa esperar un poco más en el coche, y tardar más en enfrentarse al frío. ¿Cierto? No lo creo, quizás en que en invierno, como llevamos las orejas tapadas por las bufandas se amortigua el sonido de la calle, y oímos menos. Pero prefiero indudablemente la primera versión. No me gusta demasiado pensar que vivo en una ciudad de sordos en invierno.

Lo que sí que es cierto es que en Diciembre se multiplican las luces y desaparecen en enero, y hay unos días, entre finales de diciembre y principios de enero, donde sólo hay un sitio al que ir, donde podrás encontrar a tu vecino, ese que no te cruzas nunca en la escalera pese a vivir puerta con puerta: el centro.

Y es en esos días, y en ese Madrid, dónde encontré aquel cadáver. Lo que decía, a quién no encuentras el resto del año es fácil encontrarlo en el centro en navidades.

Esa última frase no era peloteo, si no que era totalmente cierto. No quería seguir sola por la calle después del encuentro. Y sí, vale, sé que es una chorrada. Pero estar con el muerto me transmitía cierta seguridad. Lo sé, una chorrada, porque el muerto tenía pinta de ser débil; era flaquillo, con gafas de pasta, y dos camisetas de manga corta, una sobre otra. A su lado descansaba un abrigo verde botella, de botones, y un gorro de lana marrón al lado del abrigo. Y si a que parecía debilucho le sumaba lo obvio, que estaba muerto, poco iba a poder ayudar si volvía el asesino (¿o es presunto asesino? Cobarde puede, pero políticamente incorrecta no.)

Un cadáver, tumbado sobre el suelo de aquella calle poco transitada esa noche, que parecía retarme con su silencio, dejando una pregunta en el aire: ¿vas a hacer algo o no? No voy a mentiros, me lo estuve cuestionando un par de minutos. Si, ya sé que vosotros no habrías dudado en llamar a la policía y haber desafiado a su asesino a un duelo a espada como venganza por lo sucedido, pero yo si dudé.

Estaba claro que su muerte no era natural, y accidental o no, la mano del hombre había intervenido. Un agujero del tamaño de un pequeño dedal delataba, en principio, la causa de la muerte, y un charco de sangre formaba una macabra aureola en el suelo, obviamente alrededor de su cabeza.

No sé si era por la influencia que habían causado la películas que había visto en las que alguien es testigo de una violación de la ley por accidente, y acababa muerto justo antes del juicio (aunque al final el abogado guay es capaz de encerrar al malo sin el testigo, que ya me dirás que consuelo es ese para el testigo muerto), pero el caso es que ya me veía dentro del programa de protección de testigos, en algún pueblo perdido de Albacete (porque supongo que en España también tendrán el programa de protección, ¿no?) Sin embargo, pese a todas mis dudas, llamé.

Llamé porque yo soy así, una persona responsable con la ley, una persona cumplidora con sus derechos cívicos, una persona dispuesta a ayudar a los demás, una persona…aterrada con la idea de que el asesino estuviera aún por allí. Así que saqué el móvil, marqué el 112 y esperé contestación. Normalmente, si hay mucho ruido a nuestro alrededor, hay sonidos casi inaudibles, cosa que cambia cuando no hay más que silencio. En aquel momento tenía la impresión de que el sonido del móvil, los tonos de espera, podía oírse por lo menos en siete calles a la redonda.

Cuando por fin contestaron, di atropelladamente todos los datos que se me preguntaron: muerto, calle, número de DNI ¿el del muerto?, pues no sé, si es que no sé quién es, y no hay confianza para que le meta yo mano en el…no, no. Hace un ratillo, no se preocupe, no me muevo ni aun queriendo.

Esa última frase no era peloteo, si no que era totalmente cierto. No quería seguir sola por la calle después del encuentro. Y sí, vale, sé que es una chorrada. Pero estar con el muerto me transmitía cierta seguridad. Lo sé, una chorrada, porque el muerto tenía pinta de ser débil; era flaquillo, con gafas de pasta, y dos camisetas de manga corta, una sobre otra. A su lado descansaba un abrigo verde botella, de botones, y un gorro de lana marrón al lado del abrigo. Y si a que parecía debilucho le sumaba lo obvio, que estaba muerto, poco iba a poder ayudar si volvía el asesino (¿o es presunto asesino? Cobarde puede, pero políticamente incorrecta no.)

1 comentario:

Unknown dijo...

Joder con mi hermanita....

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